Una derrota irreversible
Está por verse si se salva la revolución, nos acercamos al abismo. Gonzalo Gómez, cofundador de Aporrea
Suena banal pero es un ejemplo perfecto: una vez que se pierde una liga, se pierde. Para volver a ganar otra, habrá que esperar por otra ocasión. Por otro ciclo histórico, al que hay que saber aguardar sin desfallecer, con laboriosidad e infinita paciencia. Exactamente como Lenin, Trotsky y los bolcheviques supieron hacerlo luego de la derrota de la revolución de 1905: esperar al ciclo abierto con el descalabro de Rusia en la Primera Guerra Mundial, la revolución burguesa de febrero de 1917 y la caída de la monarquía, hasta precipitar la de octubre de 1917. Cuando Lenin exigiera “todo el poder a los Soviets”. Tiempo al tiempo.
Se aplica al universo político exactamente como se aplica a la vida biológica: la muerte es irreversible. Y las revoluciones, si son verdaderas, lo que es un caso más que dudoso aplicado a la bolivariana de Hugo Chávez, ven la luz, palpitan, crecen y fallecen. De una vez y, la más de las veces, para siempre. Perdida la oportunidad de consolidar, culminar y refrendar los cambios revolucionarios, si los hubiera, caso también dudoso aplicado a la de Maduro, pero sobre todo: perdido el poder real de todas las revoluciones, que es el poder de las masas, el envión, el embate, la alta marea decrece, se retira, hasta desaparecer en la inmensidad del tiempo. Pues las revoluciones, desde la europea de 1848, han seguido la misma dinámica de las mareas: flujos y reflujos.
Mi tesis es que la de Chávez se negó, desde un comienzo, a ser una revolución socialista auténtica. Fue una conmoción, un desbarajuste, un sacudón telúrico que puso al país patas arriba, como esos cientos de revoluciones del siglo XIX de las que nos hablaba el historiador Salcedo Bastardo: conmociones, desbarajustes, revueltas, motines, saqueos, cambios drásticos en la correlación de fuerzas, aplastamientos de las viejas camarillas político económicas, apariciones de nuevas oligarquías y traspasos de mando de viejas a nuevas élites, para dar paso no a una revolución de naturaleza socialista, marxista leninista, proletaria o campesina, como la leninista o la maoísta, en las que el poder fuera ejercido por el pueblo y no en solitario por caudillos iluminados con el puño del terror militar, como la castrista, para las que no han existido en América Latina las más elementales condiciones, sino a oclocracias corruptas y desalmadas. Lo he citado innumerables veces pero vuelvo a hacerlo, pues me parece la más gráfica e irrebatible naturaleza de aquellas y de esta revolución: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Lo escribió Luis Level de Goda en 1893. Puede aplicarse a la situación que hoy vivimos, a 122 años de distancia, sin cambiarle una coma. Es exactamente lo que sucedió con esta revolución bolivariana.
2
En primer lugar, la revolución chavista no comenzó como una revolución, mediante el asalto y la toma del Poder, como la bolchevique luego del asalto al Palacio de Invierno, la aniquilación de la burguesía, la destrucción del sistema de dominación y su sistema productivo, el cambio drástico de las relaciones de producción y el establecimiento de un Poder diametralmente alternativo al dominante. No fue un desalojo y la ocupación de un nuevo régimen, a la manera bolchevique. Fue, así lo fuera de manera tropical, menesterosa y funambulesca, un intento neo fascista por asaltar el Poder, vaciarlo de su esencia democrático burguesa – otra no existe – , para coparlo con una narrativa alternativa y una nueva clase dirigente.
Y allí se verificó el desvío, incluso respecto de los clásicos fascismos como el de Hitler y Mussolini: los nuevos poderosos no se ocuparon del cambio revolucionario, marxista leninista, popular y proletario. No procedieron a desalojar la hegemonía puntofijista – no tenían recambio alguno -. Se ocuparon de asaltar el botín, enriquecer a los nuevos guachimanes, repartir los abundantes bienes caídos del cielo con la brutal alza de los precios del petróleo y enmascararse de revolución socialista sirviéndose de la franquicia revolucionaria que les alquiló Fidel Castro a unos precios absolutamente aberrantes y desconsiderados. Cinco mil millones de dólares anuales y 100 mil barriles de petróleo diarios. Pues a Castro tampoco le interesaba tener una revolución que compitiera con la suya ante América Latina y el mundo. Le interesaba una satrapía estulta que mantuviera con vida a la suya. Petróleo, divisas y más nada.
De allí la confluencia de intereses en no permitir la emergencia de una auténtica revolución socialista en Venezuela: no lo quisieron los Castro ni lo quisieron los Chávez. No lo quisieron los viejos próceres de la Cuarta República – Luis Miquilena y José Vicente Rangel, acompañados del PCV, del MAS, de ex adecos, ex copeyanos, empresarios mediáticos, banqueros, y toda esa fauna irredenta que se adhirió al mascarón de Chávez para saquear el erario con una voracidad apocalíptica. Según el ministro de planificación de Hugo Chávez hasta su muerte, la boliburguesía se había apropiado de un tercio de la renta petrolera. Si la calculamos por lo bajo en un millón de millones de dólares, estamos hablando de trescientos mil millones de dólares.
Cuando Chávez se libró de parte de ellos, ya estaba prisionero de su propia oclocracia, los ladrones en uniforme, los narcotraficantes, las Farc, el Psuv, etc., etc., etc. Cuando cayó al primer empuje de la sociedad civil democrática, el 11 de abril de 2002, y fue salvado por Raúl Baduel para entregarse a los brazos del castrismo, toda ilusión auténticamente revolucionaria fue enterrada, oleada y sacramentada. Había nacido la Satrapía.
3
Jamás olvidaré una conversación sostenida en el año 2000 con un alto funcionario del Conac, que inquirió mi opinión sobre el futuro que nos esperaba: “una dictadura oclocrática, populachera y saqueadora” recuerdo haberle contestado. “Una dictadura gansteril, pero no una revolución socialista, ni siquiera castrista”. Al pedirme explicaciones recuerdo haberle dicho: “si ésta fuera una revolución socialista, así fuera tímidamente y en sus orígenes, el Hilton y el Anauco – los dos hoteles más grandes de Caracas, de propiedad estatal – ya se hubieran convertido en los mejores hospitales de Latinoamérica, pero no sólo para los sectores populares, en una de cuyas zonas se hallan enclavados, sino para toda la población de la ciudad. Pues con el dineral que tenemos y el que podríamos llegar a tener, una revolución socialista en Venezuela podría ser el sueño de los Castro e incluso de Marx: el poder en manos del pueblo para hacer una revolución de dimensiones históricas: la sociedad perfecta posible. Gracias al petróleo.”
Nada lo hubiera impedido. Chávez ha sido el gobernante con el mayor poder de respaldo ciudadano de la historia de América Latina. Incluso que Perón. Con un plus absolutamente insólito: la sumisión de todas las instituciones, la entrega de las fuerzas armadas, el aparato de Estado entero, el empresariado industrial, comercial y financiero, todos los medios, sin excepción alguna, y todas las fuerzas sociales. Si hubiera querido hacer de Venezuela una Suecia, una Dinamarca o una Noruega, incluso una Alemania de América Latina, lo hubiera conseguido sin mayores obstáculos. Pero para que esa utopía se cumpliera, Chávez hubiera debido ser un estadista, no un teniente coronel paracaidista, hubiera tenido que ser un demócrata a carta cabal, no un caudillo de montoneras, y hubiera tenido que ser un militar nacionalista, no un vende patria al servicio de la revolución cubana.
Mi tesis es que ni siquiera se le pasó por la mente. Que el zagaletón de Sabaneta de Barinas jamás aspiró a ser un estadista a la cabeza de un bloque real de fuerzas modernas y modernizadoras, poco importa si socialistas, marxistas leninistas, maoístas, sanmartinianas, o’higginistas o bolivarianas. Jamás dejó de ser el esmirriado muchachito malquerido de doña Helena, que quiso ser pelotero para asombrarla a ella y al mundo. Y que tropezado con el Poder hizo lo único que le cupo en su cabeza: postrarse ante Fidel Castro y obsequiarle Venezuela. Entregarle las llaves del Banco Central, los grifos de Pdvsa y las claves de las fuerzas armadas. ¿Un revolucionario socialista? Yo te aviso, chirulí.
Compadezco a los ideólogos marxistas de Aporrea, que luego de esta humillante derrota popular han bajado a llorar hasta el valle de lagrimas de la oclocracia chavista. Donde esperan dormir el sueño de los justos Navarro, Giordani y otros intelectuales que cucharearon con satanás. Maduro no sabe lo que es una revolución socialista. Cabello no tiene el menor interés en saberlo. Son dos rufianes que las delirantes circunstancias venezolanas pusieron donde había. Y ya agarraron tanto como pudieron. Su mutis por el foro es cuestión de tiempo. Allea iacta est. Su derrota es irreversible.
La oclocracia, disminuida por la estampida de sus sectores populares, intentará todas las maromas imaginables. Incluso el golpe de Estado. Una tentativa infructuosa, costosa y devastadora. Pues como le dijese Tayllerand a Napoleón, “las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas.”
Amanecerá y veremos.